Por Antonio Las Heras

Por lo usual, cualquier persona está convencida de que su modo de actuar lo es de acuerdo a sus propósitos y en coincidencia con la búsqueda de vivir sin padecimientos físicos. Por lo tanto es comprensible que si en cualquier esquina consultamos a los transeúntes sobre si quieren o no enfermarse, de ante mano tenemos certeza que la respuesta unánime será: “No quiero enfermarme.” Lo cual es válido en los dichos, pero ¿coincide con  los actos?

Sabemos que la mayoría de las dolencias físicas se originan en desarmonías emocionales. De allí que Medicina y Psicología hablen de “enfermedades psicosomáticas”. Un entramado donde el cuerpo se convierte en el campo de batalla de la psiquis. Sobre esto es habitual que el público piense que se trata de sucesos que ocurren inconscientemente. Producto de situaciones que pasan inadvertidas para el sujeto. Acumulación de situaciones de elevada tensión emocional, intensidad de estrés superior a lo que una persona está capacitada a mantener, muchos disgustos y cosas por el estilo. Pero no siempre es así. Hay veces, y no son pocas, que el problema radica – lisa y llanamente – en una manera equivocada y cotidiana de proceder. Esquemas de pensamiento, reiterados, muy simples de modificar cuando se los advierte, pero que se han vuelto tan automáticos de tanto repetirlos, que terminan pareciendo favorables para la concreción del bienestar.

“A donde va Vicente va la gente”, expresaban nuestros padres y abuelos, en alusión a que antes de hacer algo de una manera copiada de los demás es conveniente detenerse a pensar si es adecuada para uno e inclusive si lo que los otros están haciendo no resulta nocivo. “No por que todos los demás se tiren al río, tenés que arrojarte vos”, sentenciaban las madres cuando un hijo pedía algo basándose en lo que otros compañeros de colegio hacían.

Argumentando “la velocidad de los tiempos” y “no hay tiempo para pensar” estos sabios consejos quedaron en vía muerta. Es entonces cuando surgen las contradicciones que llevan a la persona “normal” de hoy en día a no reflexionar, a no dedicar – aunque sea – breves espacios al pensamiento racional y reflexivo, tanto en la intimidad de la soledad como en la conversación provechosa. Coincidiendo con esto empezaron a dejar de usarse, en la Argentina, las expresiones “conversación” y “conferencia” cambiándolas por “charla”. Ya no se invita tanto a escuchar una conferencia, se prefiere “charla”. Poca gente dice: “Estuvimos conversando”. Ahora se “charla”. Precisamente, el diccionario aclara que charla es la conversación sobre temas triviales e intrascendentes.

Veamos un ejemplo concreto de lo que sostenemos.

Preguntémosle al propietario de un automóvil – de cualquier modelo, año y tipo – por qué utiliza solamente nafta o gas oil según corresponda y no le pone kerosén que es más barato. Indaguémoslo seguidamente por la causa que lo lleva a usar diferentes aceites, todos especialmente producidos según sea verano o invierno, y no le coloca el aceite usado tras freír milanesas. Es obvio que si hacemos estas preguntas nuestro interlocutor creerá que estamos bromeando, lo queremos perjudicar arruinándole el motor del vehículo… o estamos locos. Por que cada quien cuida su coche de la mejor manera posible y hay algunas cuestiones básicas – combustible, agua, aceite – sobre las que nunca se descuidaría so pena de perder su inversión, quedarse sin medio de transporte o provocarse gastos innecesarios.

Ahora, si uno es  capaz de cuidar su auto con tanto esmero, y nunca hemos visto a alguien echando kerosén en lugar del combustible debido… ¿por qué es que tan poca gente trata – al menos con la misma atención – a su cuerpo, eligiendo cuidadosamente una alimentación comprobadamente sana y beneficiosa? ¿No es que ninguno quiere enfermarse? Para no entrar en la cuestión sobre qué temas alimentan los pensamientos de cada quien

Antonio Las Heras es doctor en Psicología Social, magíster en Psicoanálisis, filósofo y escritor. “Atrévete a vivir en plenitud”, es su más reciente libro.  www.antoniolasheras.com