Con Antonio Las Heras nos conocemos desde hace muchos años, no puedo calcularlo. Sé que fue amigo de Eduardo Azcuy, y luego amigo mío; pero no basta decir que nos hemos conocido y frecuentado socialmente: lo importante es rescatar una pertenecía a zonas de la cultura intelectual que no todos frecuentan. Me refiero al conocimiento de escuelas esotéricas y espirituales, a la lectura y ahondamientos en autores que han sido considerados malditos o marginales, al estudio de un maestro como lo es Carl G. Jung, al reconocimiento de experiencias sobrenaturales, no usuales, como las llama nuestro ilustre colega Francisco García Bazan, en suma, lo no aceptado en los claustros universitarios ni académicos de la cultura, aquello que vemos aflorar en el campo ambiguamente llamado literatura.
Una metáfora solar, que sigue el curso del Sol sobre la Tierra, designa con los nombres de Oriente y Occidente a grupos de naciones y culturas que dividen a la Historia antigua de la Modernidad. Tales denominaciones convenían al mundo euro- asiático con anterioridad a que los europeos avanzaran con sus incursiones en un Mundo Nuevo que fue llamado América. Se reserva el nombre de Oriente a las culturas antiguas de Asia y Norte de África, culturas de sociedades primitivas, gregarias, que se rigieron por un pensamiento mítico, próximo del arkhé o principio: lo arcaico. Dentro de esta metáfora solar, que ha sido eficaz dentro de su imprecisión, la palabra Orior, nacimiento, se remitía a la salida del Sol tal como la preciamos los hombres desde la Tierra, asomado por el Este. Occidere, morir, en tanto, se relacionaba con el ocaso, el ocultamiento de la luz, y abarcaba a los pueblos que impulsaron la Historia moderna, regida por el desarrollo de la razón, la ciencia y la técnica. Las artes, y en particular las artes del lenguaje – la llamada literatura, que tiene como núcleo innegable a la Poesía – han prosperado sin embargo en el Occidente científico- técnico, constituyendo una continua advertencia sobre los límites de la ciencia y el progreso, el exceso técnico, la destrucción de la cultura espiritual.
En ese vasto territorio predestinado al desarrollo de la ciencia y la técnica, prosperaron también las órdenes religiosas, las sectas o grupos comprometidos con un desarrollo armónico de los hombres y de los pueblos. Existe por tanto una tradición visible, exotérica, y otra más oculta, esotéricas, que articula escuelas y grupos espirituales.
Descubrir y profundizar esa tradición ha sido la tarea de Antonio Las Heras a través de algunas décadas. Grandes maestros del último siglo como Guenon, Mircea Eliade, o el propio Carl Gustav Jung – cuya obra ha centrado sus preocupaciones en décadas recientes – han contribuido a consolidar esa formación de un espíritu inquieto, proclive al dialogo entre distintas disciplinas y conocedor de doctrinas y grupos, que ha mostrado su interpretación de los mismos sin dejarse encerrar en ninguno de ellos.
Ya conocía yo – por haber seguido sus evoluciones e incluso haber jurado de alguna tesis de posgrado – el interés de Antonio Las Heras por la literatura argentina, que conforma el núcleo de este libro variado e incitante. Autores como Ricardo Güiraldes, Manuel Mujica Láinez y Leopoldo Lugones conforman las primeras entradas de la obra. Los tres, en diversa medida y con diversos matices personales han sido conocidos e influyentes en la primera mitad del siglo XX por su riqueza creadora, su formación histórica y literaria, y su singular aventura personal en pos de realizaciones espirituales.
En tres artículos asedia el autor el perfil de Güiraldes, solicitado desde muy joven por inquietudes místicas que jalonan su trayectoria lamentablemente breve, e impregnan su obra truncada por la enfermedad y la temprana muerte – cuarenta y un años apenas – lo cual no le ha impedido dejarnos obra poética y narrativas notables, como El cencerro de cristal, Xamaica, Raucho, Don Segundo Sombra. A ellos se le agrega el cuaderno publicado póstumamente como El Sendero, que da fe de una constante contemplativa y reflexiva del autor, y de su creciente concentración en el camino místico.
Luego encara Las Heras, de modo más fugaz, la personalidad de Manuel Mujica Láinez, otro grande de nuestras letras, refugiado en sus últimos años en la casa “El Paraíso”, de La Cumbre, luego de haber publicado obras de tanto interés como Misteriosa Buenos Aires, La Casa, Bomarzo o El Escarabajo.
En breves pinceladas el autor nos hace compartir la proximidad de Manucho, como lo nombraban sus amigos, con las ciencias ocultas. Revela ese interés al recorrer los salones de ese lugar final al arribó con cierto cansancio de la sociedad, y donde quiso rodearse de mascaras y talismanes. Este capítulo ha sido redactado con el encanto narrativo de un cuento.
No podía faltar, en este recuento esotérico la figura de Leopoldo Lugones, cuya poderosa mente llegó a enlazar los últimos tramos de la ciencia física con las ciencias ocultas, haciendo de algunas de sus obras un verdadero repositorio de conocimiento de su tiempo.
Las Heras recuerda que Lugones, fue en la Argentina el escritor que recibió en 1925 a Albert Einstein; y supo estar a la altura de una nueva concepción fisicomatemática. Los volúmenes de Las Fuerzas extrañas y los cuentos fatales ejemplifican suficientemente estos conocimientos, volcados en ficciones de sugerente alcance científico y metafísico, que el propio Borges reconoció a la muerte del maestro.
No podía faltar, en este recuento esotérico, la figura de Leopoldo Lugones, cuya poderosa mente llegó a enlazar los últimos tramos de la ciencia física con las ciencias ocultas, haciendo de algunas de sus obras un verdadero repositorio del conocimiento de su tiempo.
Las Heras recuerda que Lugones fue en la Argentina el escritor que recibió en 1925 a Albert Eistein, y supo estar a la altura de una nueva concepción físico.matemática. Los volúmenes de Las fuerzas extrañas y los Cuentos fatales ejemplifican suficientemente estos conocimientos, volcados en ficciones de sugerente alcance científico y metafísico, que el propio Borges reconoció a la muerte del maestro.
Además de exponer el contacto de Lugones con la Orden Masónica, Las Heras describe también los avatares de la relación un tanto conflictiva de Lugones con la Iglesia Católica.
Dos sustanciosos artículos presentan la figura de José Hernández y de su personaje Martin Fierro. Como ya he dicho, he recordado un trabajo anterior del autor en una tesis que no ha sido aún publicada. Por otra parte, algunos autores como Leopoldo Marechal, observaron ya la textura esotérica de texto, siempre inagotable, de nuestra tradición literaria. Tanto Borges como escritores más recientes han girado alrededor de ciertos episodios del poema que fuera declarado por Lugones como nuestro gran poema nacional.
Las Heras penetra en el corazón de la Argentina al examinar a este personaje de ficción y verdad que es víctima del progreso, y por eso mismo alcanza una estatura trágica, ya que el progreso científico-técnico ha sido ineludiblemente, la vía recorrida por la Modernidad accidental, con el costo cultural e histórico de segar vidas y culturas a su paso.
Sarmiento, figura eminente en los comienzos de esa Modernidad nacional, es precisamente el otro polo, examinando el capitulo siguiente, en una interesante revisión de su vida y obra, que hace foco en su relación con la Masonería.
Las páginas que siguen tiene en común el tratarse de lecturas criticas, aplicadas en función de su relación con el esoterismo a otras obras de argentinos como Ernesto Sabato, Yo diría que es el hilo que conduce la mirada de Antonio Las Heras a las letras argentinas, para detenerse en algunas grandes figuras como Güiraldes, Lugones, Mujica Láinez, y en menor grado en otros autores, que se formaron a plena conciencia o en alguna medida, en la lectura de maestros tradicionales, o en el contacto con grupos orgánicos como lo ha sido (y lo sigue siendo ) la Masonería.
En todas sus creaciones, – empezando por la novela Sobre héroes y tumbas que desnuda el conflicto permanente de nuestra vida política y cultural – halla Antonio Las Heras marcas iniciáticas, ejemplos de una tradición esotérica no siempre manifiesta, modos distintos de transmitir aspectos o matices de un legado espiritual, que sin duda recorre la literatura en vastos tramos de su devenir; es más, ese legado revivido por el escritor da su razón última de ser la creación literaria, diversificada en otros rumbos. Vuelve a mostrar ese itinerario, brevemente con Silvina Bullrich, y con mayor detenimiento en la relación a Juan-Jacobo Bajarlía. Esas páginas son de gran vivacidad y buen estilo; aunque lo tiene todo el libro, me ha llamado la atención el sabor autobiográfico de una memoria literaria que Antonio debería escribir para regocijo de quienes hemos conocido a todos esos actores que menciona. Después, para nuestra sorpresa, hace la historia de Edipo como si se tratase de un personaje común, y nos muestra así como vertebrando tácitamente el libro, cual es el camino del héroe, para finalizar con la lectura de Nicolás Kazantzakis, que transmite indirectamente su mensaje espiritual. El hombre no está sobre la tierra solo para disfrutar de los bienes terrestres sino para conformar su ser interior, aquel que está destinado a la eternidad. Tal el rumbo que ha perseguido el autor de cada hito de este recorrido singular por las letras argentinas. Felicito a Antonio Las Heras por mostrar a nuevos lectores, a través de este libro, ese camino espiritual…
Graciela Maturo