Por Antonio LAS HERAS

¿Quién de nosotros, emocionados lectores de La Odisea – que a cada página hizo brotar las más diversas y heroicas imágenes mentales –  no deseó poner pié en Itaca con la expectativa de ser admitido para el ingreso a la fortaleza real donde habrían de hallarse morando Ulises y Penélope?

Itaca, patria de Odiseo, punto de origen y culminación del extenso viaje del héroe homérico, bañada en todo su perímetro por las aguas del Mar Jónico que atrapan hipnóticamente al navegante por la extrema claridad cristalina que le son características, permitiendo observar los vivos movimientos que van aconteciendo en las profundidades.

Ésta isla es sólo un pequeño promontorio rocoso salpicado de vegetación de verdes variados, situada al norte de la isla de Kefalonia con su puerto de pescadores que parece detenido en el tiempo; cristalizado hace tres o cuatro siglos. Y está al sur de la isla de Lefkada reconocida por albergar el Monasterio de la Virgen Faneromeni al que desde muy antiguo se le atribuye la condición de milagroso.

La embarcación se aproxima a las tierras de Ulises durante una jornada próxima al solsticio de verano, surca las aguas a moderada velocidad suficiente para abrir un surco de espuma blanca que adquiere relieves insoslayables a causa de los rayos dorados que la atraviesan con el Sol aún levantándose desde Oriente.

El peregrino siente inesperadas sensaciones a medida que, ubicado en algún sitio de proa, empieza a observar a Itaca que ya comienza a dibujarse difusa en el horizonte.

El cielo, despejado en lo absoluto, otorga un destacado y singular marco a cuanto va aconteciendo.

Ya más próximos, la isla homérica comienza a revelársenos.

Perímetro con acantilados, rocas conformando siluetas que resultan mágicas por sus morfologías misteriosas. También hay verde. Verdes en variadas gamas: intensos, suaves, matizados; según las especies de árboles que se trate.

Aún sin verlos todavía, estamos seguros que entre esos acantilados inaccesibles a la vez que desafiantes, ha de haber alguna playa escondida dispuesta a recibir a quienes persiguen un momento de relax entre tantas emociones, otorgado por la fina arena, ora amarilla, ora blanca que han de establecerse a la vera de esas aguas seductoras que invitan a ingresar a ellas y entregarse, aunque uno – de momento en momento – sospeche que en las proximidades se halla el peligro oculto de que las sirenas surjan e inicien sus mortales cánticos cuando el bañista no ha tomado la precaución de estar atado al palo mayor como inteligentemente lo hiciera Ulises; único mortal que pudo escuchar aquellos cantos y salir airoso del voraz sonido.

Pero no; no hay sirenas al acecho – al menos en esta ocasión – por lo que nuestro momento en esa playa – que lleva el nombre de Gidaki – se hace no sólo agradable sino extremadamente armonizador.

El momento clave ha sido al desembarcar en Itaca. Sentir los pies hundiéndose en la tierra que tuviera por rey a Ulises; lugar donde Penélope nunca vaciló en esperarlo todo el tiempo que fuere menester con la certeza de que él habría de regresar, por que así se lo había prometido. ¡Qué Amor sellado en lo más profundo de la esencia espiritual de lo humano! Mujer que tiene la certeza de que el Hombre cumplirá su palabra. Hombre que sabe que ha de cumplir lo prometido. ¡Tiempos míticos, sin duda! Aunque uno, como peregrino a éstas prometedoras tierras, intuye que tales formas de vida son siempre posibles en la medida que cada quien asuma las responsabilidades expresadas.

Mientras hacemos los primeros pasos por el suelo de Itaca, nos preguntamos si será en éste sector donde Ulises y sus fraternos compañeros de aventura habrán realizado aquel inmortal desembarco tras dos décadas de alejamiento mas no de olvido. ¿Habrá sido aquí donde Telémaco fue al encuentro de su padre urdiendo la trama para dar muerte inmediata a todos aquellos pretendientes de su madre menos a uno que habría de mostrarse indulgente con los recién regresados que hubieron entrado a palacio vestidos de andrajosos?

Sí, la Guerra de Troya ha terminado hace tiempo y a ello hubo que agregar otra década dedicada a las aventuras del Mediterráneo. ¿Pero – nos preguntamos –  la vida de un Héroe Solar no es un continuado inacabable de batallas?

Desde el pequeño portezuelo donde el navío nos ha dejado, emprendemos una caminata por la amplia avenida desde la que – en todo momento – tenemos a nuestra izquierda la visión de las aguas jónicas y, a la derecha, más promontorios pétreos junto con arboledas esparcidas.

Itaca se muestra hospitalaria con marcada impronta romántica. El viento, suave, acaricia nuestros rostros moviendo con cierto ritmo el pañuelo del cuello.

Las emociones ceden dando lugar a sentimientos de serenidad, alegría, plenitud.

El peregrino comienza a comprender que la isla se convierte en un lugar más que adecuado para hospedarse durante varios días, hacer recorridos, explorar y, por sobre todo, dar rienda suelta a la fantasía, a la imaginación. Empieza el visitante a sucumbir a un hechizo que subyuga obligando a la entrega placentera, erótica, plena.

Montañas, arboledas, aguas marinas y cielo infinitamente celeste constituyen una trama que invita conjuntamente a la introspección y el pensamiento creativo. De más está indicar que – tal como ocurriera en aquellos tiempos míticos con Ulises y Penélope – el ambiente favorece el nacimiento y desarrollo de los encuentros amorosos, de afectos libres pero no por ello salvajes sino todo lo contrario: civilizadamente humanos.

Caminando por el amplio sendero desde donde, cada vez que es nuestro deseo, oteamos el horizonte marino aguzando la vista en busca de alguna embarcación que se nos antoje sea la guiada por Ulises en el definitivo regreso a su reino. ¿Cómo sería aquél navío?, piensa uno. ¿Llevaría un velamen desplegado y especial? ¿Habrían hecho aquellos últimos kilómetros hasta la playa con la tripulación atareada en los remos? ¿De qué forma organizó Odiseo el arribo a la patria?; esa patria cubierta de acechanzas por reyezuelos y ambiciosos príncipes dispuestos a casar a Penélope con el único fin de incrementar sus posesiones materiales.

En un momento imprevisto cierto navío extraño parece destacarse surcando el Jónico con aparente rumbo hacia éste puerto. No se asemeja a ninguna embarcación de las actuales, por eso prestamos mayor atención y requerimos de los binoculares. Es, apenas, un segundo de distracción… ¡y la nave no está más allí! ¿Ilusión? ¿Reflejos de los rayos solares en las olas leves del mar? ¿Acaso una irrupción momentánea, una quebradura en el continuo del espacio tiempo? ¿O un hecho arquetípico – siguiendo el criterio del sabio suizo Carl G. Jung – que surcó por instantes en nuestra consciencia?

Nunca tendremos una respuesta exacta. Sólo la certeza de lo que ha sido visto. ¿Visto?

El peregrino, un tanto abrumado por estos pensamientos y los estímulos que atiborran su percepción, sigue camino lo que le permite llegar a Vathi, actual capital de Itaca.  Conjunto de residencias donde el blanco se destaca (como en casi todas las islas griegas) e invita a un reposo para saborear lento – casi diríamos pensándolo – el café acompañado del silencio que permite mirar y descubrir cuando va aconteciendo en el breve entorno. Hay, claro está, algunos comercios donde es posible adquirir souvenirs. Pero para quien ha llegado a Itaca al encuentro de Ulises y Penélope, tales compras se hacen innecesarias e, inclusive, inconvenientes. Por ello, tras la pausa reparadora del café bien servido y atendido, se reanuda la marcha pues algo trascendente nos aguarda. Lo sabemos.

Se trata de llegar a Kioni.

Allí transitamos entre edificios erigidos hace medio milenio. Extraordinarias construcciones del siglo XVI que se mantienen en excelente estado de conservación.  Caminar a la vera de estas paredes, adentrarse en ellos, poner con suavidad la mano en las estructuras, dejarse llevar, sentir, buscar recibir algún mensaje de quienes los erigieron…

Toda la travesía en Itaca – desde el desembarco hasta el regreso – es el ingreso a “Otro Tiempo”; a un espacio mágico regido por sensaciones, emociones, pensamientos y sentimientos que uno no suele tener – y menos de ésta manera entramada – cuando vive la existencia cotidiana habitual en todo citadino.

Hay que reembarcarse para continuar la travesía por las islas del Jónico.

Mientras el navío nos aleja de las costas de aquella inolvidable isla, y nosotros miramos desde la popa su silueta que se va agostando, empequeñeciendo, adquiriendo nuevas figuras fantasmales ofrecidas por ese diáfano atardecer marítimo, en que unas lágrimas acaban de brotar de manera inesperada y repentina, una iluminación se abre a la consciencia. ¡No es cierto que hayamos fracasado en nuestro deseo por ir al encuentro de Ulises y Penélope! ¡Estuvieron todo el tiempo a nuestro lado desde el arribo hasta la partida misma! Tampoco es que no fuéramos capaces de verlos. ¡Estuvieron! Estuvieron todo el tiempo a nuestro lado porque Itaca misma es Ulises y Penélope. Itaca no es sólo una isla. Es una entidad viviente regida por las almas inmortales de aquel matrimonio que fue capaz de ejecutar las Bodas Mágicas, tal como las enseñaron los alquimistas de todos los tiempos.

Por eso, cuando la embarcación se ha alejado tanto que ya sólo entrevemos un punto entre las aguas que – tenemos la certeza – sigue siendo Itaca, en alta voz nos despedimos del Héroe Solar y de su Dama… asegurándoles que volveremos a visitarlos sea caminando el suelo de la isla… sea encontrándonos en sueños; como lo hemos hecho en tantos recorridos oníricos compartidos.

Podemos asegurarles, aunque vuelven a caer lágrimas por las mejillas mientras esto escribimos, que no fue alucinación ni engaño de la mente; pero que tras el saludo en alta voz, sentimos el abrazo de Ulises en el cuerpo y el beso de Penélope en la frente.

Antonio LAS HERAS es doctor en Psicología Social (UAJFK), magíster en Psicoanálisis (UAJFK), presidente de la Asociación Junguiana Argentina, docente universitario y parapsicólogo. Socio Honorario de SADE, Sociedad Argentina de Escritores.

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